Mensaje de ultratumba

HACE algunas semanas, recibí un paquete de libros de la editorial Península con una tarjeta de Manuel Fernández Cuesta. El envío no hubiera tenido nada de particular si no fuera porque este hombre había fallecido de un ataque cardiaco, a la edad de 50 años, un par de días antes. Este periódico había publicado su obituario.

Como siempre acostumbramos a dar un significado a las cosas, pensé que esos libros eran un mensaje de ultratumba del editor fallecido, que también había estudiado en París y escrito una biografía sobre Robespierre. Él estaba convencido de que habíamos tenido unas vidas paralelas.

Pues bien, uno de los tomos que venía en el paquete era Para acabar con todas las guerras, de Adam Hochschild, profesor de Berkeley. He leído febrilmente este trabajo y he entendido por qué Fernandez Cuesta lo había editado y me lo había enviado.

Lo que el libro cuenta es la trastienda de la I Guerra Mundial y, más en concreto, la tragedia de los escasos políticos e intelectuales que se opusieron en Gran Bretaña a la contienda y que fueron tachados de traidores por el Gobierno y los periódicos.

El editor de Península y yo habíamos hablado de lo difícil que es ir contra corriente en una sociedad en la que las ideas y la información se han banalizado y en la que domina lo políticamente correcto.

Al leer el estudio de Hochschild, caí en la cuenta de que sucedía lo mismo en la Gran Bretaña de esa época. Pero con la diferencia de que los opositores al conflicto se jugaban no sólo su prestigio social sino además su propia vida. Hay unas páginas impresionantes en el texto cuando relata que 17 objetores ingleses fueron encarcelados y condenados a muerte en el frente de Verdún en 1916 por negarse a coger las armas. La sentencia del tribunal militar era inapelable y tenía que ejecutarse sin dilación.

Bertrand Russell, firme contrario a la guerra, logró ser recibido por el primer ministro Lord Asquith, que le argumentó que no podía conmutar la pena porque estaba de acuerdo. En el momento de abandonar su despacho, Russell le dijo que, si permitía el fusilamiento de esos hombres inocentes, la ignominia mancharía toda su reputación.

Al día siguiente, Asquith mandó un telegrama al jefe del Ejército británico, cambiando la pena de muerte por cadena perpetua. Tras acabar el conflicto, esos 17 hombres fueron puestos en libertad.

El valor de Russell me devuelve la confianza en el ser humano y me invita a creer que en las peores situaciones siempre podemos hacer algo.